El cromosoma Y, el que decide el sexo masculino, es una ruina genética plagada de averías que le están condenando a desaparecer. Sin él los varones humanos son una especie en peligro de extinción y, a menos que se descubran otras alternativas eficaces para fecundar a las mujeres, toda la especie humana desaparecería en unos 100.000 años. Esta es la teoría de Bryan Sykes, profesor de genética humana de la Universidad de Oxford.
No es un secreto que los hombres son, básicamente, mujeres genéticamente modificadas. En este aspecto, nuestra evolución se puede considerar como un gigantesco experimento de modificación genética que lleva mucho tiempo en marcha.
Lo de echar la culpa directamente a los hombres de casi todos los actos de violencia y agresión que ocurren en el mundo es una queja que ya aburre. Sin embargo, la asociación entre ambos factores es fuerte e innegable. Las mujeres en raras ocasiones cometen crímenes violentos, se convierten en tiranas o inician guerras.
El dedo acusador señala al único fragmento de ADN que los hombres poseen y las mujeres no: el cromosoma Y. Irónicamente, aunque el cromosoma Y ha llegado a convertirse en sinónimo de agresividad masculina, es intrínsecamente inestable. Lejos de ser vigoroso y robusto, este símbolo genético definitivo del machismo de los hombres está degenerando a una velocidad tan alarmante que, al menos para los humanos, el experimento de modificación genética pronto habrá terminado.
Parece que Adán está maldito. Y, como muchas especies que, antes que nosotros, han perdido sus machos, corremos verdadero peligro de extinción.
El cromosoma Y está hecho un asco: es una ruina genética plagada de averías moleculares. ¿Por qué está tan destartalado? En sus orígenes, el cromosoma Y era un cromosoma perfectamente respetable, como los demás, con un conjunto de genes que hacían toda clase de cosas útiles. Pero su destino quedó sellado cuando asumió la función de decidir el sexo.
Probablemente, esto ocurrió en los primeros antepasados de los mamíferos, tal vez fue hace 100 millones de años, cuando eran criaturas pequeñas e insignificantes que hacían todo lo posible por evitar a la dinastía reinante en la época: los dinosaurios. De repente, y por pura casualidad, una mutación en uno de aquellos cromosomas ancestrales permitió a éste activar la vía del desarrollo de los machos.
El problema es que el cromosoma Y nunca ha sido capaz de curarse a sí mismo. A diferencia de los cromosomas X, que se emparejan e intercambian genes para minimizar las mutaciones perjudiciales, el cromosoma Y, que no tiene pareja, no puede reparar los daños infligidos por las mutaciones que se siguen acumulando. Como el rostro de la luna, que sigue picado por los cráteres de todos los meteoros que han caído sobre su superficie, el cromosoma Y no puede curar sus cicatrices. Es un cromosoma moribundo y algún día se extinguirá.
La infecundidad masculina va en aumento.Uno a uno, los cromosomas Y desaparecerán hasta que al final sólo quede uno. Cuando ese cromosoma sucumba por fin, los hombres se habrán extinguido.
Utilizo deliberadamente la palabra hombres en lugar de nuestra especie porque sólo los hombres necesitan un cromosoma Y. Por supuesto, a menos que algo cambie en nuestro modo de reproducirnos, las mujeres se extinguirán también y toda nuestra especie desaparecerá en algún momento en los próximos 100.000 ó 200.000 años.
Las cuestiones que afrontamos se reducen a esto: ¿Necesitamos hombres? ¿Podemos apañarnos sin ellos?
Una solución genética que yo ofrezco consiste en prescindir por completo de los hombres. Parece imposible pero, desde el punto de vista genético, hay muy pocos impedimentos para hacerlo.
Consideremos lo que ocurre cuando el espermatozoide se encuentra con el óvulo. El espermatozoide lleva un conjunto de cromosomas nucleares del padre, que, después de la fecundación, se junta con el conjunto de cromosomas nucleares de la madre. ¿Qué problema hay para que los cromosomas del núcleo no procedan de un espermatozoide sino de otro óvulo? Pensemos en esto un poquito más. Sabemos que se pueden inyectar espermatozoides en los óvulos. Si podemos hacer eso, no hay nada que impida que, en lugar de un espermatozoide, se inyecte el núcleo de un segundo óvulo. Eso sería muy fácil. Pero ¿se desarrollaría normalmente? Por el momento, la respuesta es “no”, pero sería de tontos decir que es fundamentalmente imposible.
La única diferencia respecto a cualquier otro nacimiento es que se podría predecir el sexo. El bebé sería siempre una niña. Todo el proceso se habrá cumplido sin espermatozoides, sin cromosomas Y y sin hombres.
Lo más importante es que las niñas que nacerán no serán clones. Serán, como ahora, una mezcla de genes de sus progenitores, remezclados por recombinación tan concienzudamente como los de los niños de hoy. Tendrán dos progenitores biológicos, no uno solo. La única diferencia con cualquier otro niño es que los dos progenitores serán mujeres.
Desde el punto de vista genético, serán completamente normales, indistinguibles de cualquiera de las niñas que vemos ahora. En un mundo en el que todavía hubiera hombres, cuando estas niñas crecieran podrían reproducirse al modo antiguo tan fácilmente como las mujeres de ahora. Con todas estas ventajas, estoy seguro de que no pasará mucho tiempo sin que alguien lo intente.
Información extraida de “La maldición de Adán”, de Bryan Sykes
No es un secreto que los hombres son, básicamente, mujeres genéticamente modificadas. En este aspecto, nuestra evolución se puede considerar como un gigantesco experimento de modificación genética que lleva mucho tiempo en marcha.
Lo de echar la culpa directamente a los hombres de casi todos los actos de violencia y agresión que ocurren en el mundo es una queja que ya aburre. Sin embargo, la asociación entre ambos factores es fuerte e innegable. Las mujeres en raras ocasiones cometen crímenes violentos, se convierten en tiranas o inician guerras.
El dedo acusador señala al único fragmento de ADN que los hombres poseen y las mujeres no: el cromosoma Y. Irónicamente, aunque el cromosoma Y ha llegado a convertirse en sinónimo de agresividad masculina, es intrínsecamente inestable. Lejos de ser vigoroso y robusto, este símbolo genético definitivo del machismo de los hombres está degenerando a una velocidad tan alarmante que, al menos para los humanos, el experimento de modificación genética pronto habrá terminado.
Parece que Adán está maldito. Y, como muchas especies que, antes que nosotros, han perdido sus machos, corremos verdadero peligro de extinción.
El cromosoma Y está hecho un asco: es una ruina genética plagada de averías moleculares. ¿Por qué está tan destartalado? En sus orígenes, el cromosoma Y era un cromosoma perfectamente respetable, como los demás, con un conjunto de genes que hacían toda clase de cosas útiles. Pero su destino quedó sellado cuando asumió la función de decidir el sexo.
Probablemente, esto ocurrió en los primeros antepasados de los mamíferos, tal vez fue hace 100 millones de años, cuando eran criaturas pequeñas e insignificantes que hacían todo lo posible por evitar a la dinastía reinante en la época: los dinosaurios. De repente, y por pura casualidad, una mutación en uno de aquellos cromosomas ancestrales permitió a éste activar la vía del desarrollo de los machos.
El problema es que el cromosoma Y nunca ha sido capaz de curarse a sí mismo. A diferencia de los cromosomas X, que se emparejan e intercambian genes para minimizar las mutaciones perjudiciales, el cromosoma Y, que no tiene pareja, no puede reparar los daños infligidos por las mutaciones que se siguen acumulando. Como el rostro de la luna, que sigue picado por los cráteres de todos los meteoros que han caído sobre su superficie, el cromosoma Y no puede curar sus cicatrices. Es un cromosoma moribundo y algún día se extinguirá.
La infecundidad masculina va en aumento.Uno a uno, los cromosomas Y desaparecerán hasta que al final sólo quede uno. Cuando ese cromosoma sucumba por fin, los hombres se habrán extinguido.
Utilizo deliberadamente la palabra hombres en lugar de nuestra especie porque sólo los hombres necesitan un cromosoma Y. Por supuesto, a menos que algo cambie en nuestro modo de reproducirnos, las mujeres se extinguirán también y toda nuestra especie desaparecerá en algún momento en los próximos 100.000 ó 200.000 años.
Las cuestiones que afrontamos se reducen a esto: ¿Necesitamos hombres? ¿Podemos apañarnos sin ellos?
Una solución genética que yo ofrezco consiste en prescindir por completo de los hombres. Parece imposible pero, desde el punto de vista genético, hay muy pocos impedimentos para hacerlo.
Consideremos lo que ocurre cuando el espermatozoide se encuentra con el óvulo. El espermatozoide lleva un conjunto de cromosomas nucleares del padre, que, después de la fecundación, se junta con el conjunto de cromosomas nucleares de la madre. ¿Qué problema hay para que los cromosomas del núcleo no procedan de un espermatozoide sino de otro óvulo? Pensemos en esto un poquito más. Sabemos que se pueden inyectar espermatozoides en los óvulos. Si podemos hacer eso, no hay nada que impida que, en lugar de un espermatozoide, se inyecte el núcleo de un segundo óvulo. Eso sería muy fácil. Pero ¿se desarrollaría normalmente? Por el momento, la respuesta es “no”, pero sería de tontos decir que es fundamentalmente imposible.
La única diferencia respecto a cualquier otro nacimiento es que se podría predecir el sexo. El bebé sería siempre una niña. Todo el proceso se habrá cumplido sin espermatozoides, sin cromosomas Y y sin hombres.
Lo más importante es que las niñas que nacerán no serán clones. Serán, como ahora, una mezcla de genes de sus progenitores, remezclados por recombinación tan concienzudamente como los de los niños de hoy. Tendrán dos progenitores biológicos, no uno solo. La única diferencia con cualquier otro niño es que los dos progenitores serán mujeres.
Desde el punto de vista genético, serán completamente normales, indistinguibles de cualquiera de las niñas que vemos ahora. En un mundo en el que todavía hubiera hombres, cuando estas niñas crecieran podrían reproducirse al modo antiguo tan fácilmente como las mujeres de ahora. Con todas estas ventajas, estoy seguro de que no pasará mucho tiempo sin que alguien lo intente.
Información extraida de “La maldición de Adán”, de Bryan Sykes